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Dice el proverbio: “solo cuando el último árbol sea cortado, el último río envenenado y el último pez pescado, el ser humano descubrirá que el dinero no se come”.

Como reza el título del libro del maestro Joaquín Araujo, “los árboles te enseñarán a ver el bosque”. Sin duda, la historia del ficus centenario que narré en el último artículo, completamente mutilado ahora, y que espera paciente y rodeado de gente la sentencia del juzgado, nos enseña que puede lograrse mucho gracias al movimiento ciudadano colectivo.

La política no es solo lo que hacen los políticos sino lo que hacemos cada persona cuando tomamos decisiones diarias de consumo, de vida y de la forma en la queremos habitar el territorio en el que estamos. No nos podemos permitir el lujo de perder tiempo porque nuestra movilización será más fructífera si aún quedan hojas.

No nos podemos permitir el lujo de continuar procrastinando en la tarea más importante que vamos a tener en nuestras vidas: frenar y poner en marcha con urgencia otro modelo socioecológico, con una economía que sea capaz de regenerar la deuda que hemos ido acumulando con la naturaleza, y que se encuentre dentro de los límites biofísicos. Esperar a los grandes hitos del 2030 o el 2050 nos condena a que solo nos quede para entonces “troncos aislados” por defender que tardarán decenas de años en volver a dar sombra. Los océanos siguen siendo “talados” a diario.

Ficus de San Jacinto — antes, durante y después de la tala (24horas)

Saquemos lo mejor de nuestra creatividad para dejar de copiar el mismo modelo energético con consumos crecientes mientras apenas quedan “las raíces” de los glaciares y en nuestros bosques arden troncos y troncos por incendios de sexta generación. Nos resistimos a transformar un sistema alimentario que ya “ha podado” la biodiversidad, emite más gases de los que captura y condenará este año a pasar hambre a 200 millones más de personas.

Estamos presenciando la tala de las últimas copas de esta naturaleza que nos ha estado sustentando, gracias a la cual comemos, respiramos y vivimos. No tenemos tiempo para esperar a que la justicia declare como ecocidio el uso de combustibles fósiles, la obsolescencia programada, la pesca de arrastre, los materiales de usar y tirar, o las macrogranjas. Por supuesto, la Tierra continuará latiendo miles de años, al igual que seguirá con vida el tronco desnudo de ese árbol en Sevilla. Pero es el ser humano quien padece las consecuencias de no tener una naturaleza sana y cercana, y quien más depende de la supervivencia de otras especies. Iniciativas como Rebelión Científica, que surgen a escala mundial con el objetivo de que se tomen decisiones basadas en datos científicos, nos movilizan ante la necesidad de construir alternativas que mejoren nuestra resiliencia ahora.

Casos como el de este ficus centenario nos ha enseñado que el tiempo importa. Y mucho. Aunque aún está vivo y podrán salir de él ramas si todo le va bien, pasarán demasiados años hasta que pueda llegar a dar sombra y hasta que puedan habitar pájaros. Muchas personas no llegaremos a ver en toda nuestra vida unas copas que cayeron frente a nosotros en apenas unos minutos.

Es importante que queden símbolos como el de este árbol, cercano y tangible, para no olvidar las consecuencias irreparables de las decisiones rápidas, inmediatas y unilaterales. Para no olvidar que la pérdida de biodiversidad diaria aumenta el riesgo de enfermedades. Para no olvidar que hace justo tres años nos movilizamos por unos incendios sin precedentes en el Amazonas, pero que la frontera agrícola y ganadera continúa ampliándose, debido a la pandemia y al aumento de las exportaciones por la falta de grano ucraniano. Y es que, en este mismo instante, hay centenares de motosierras talando árboles desde América Latina a la Cuenca del Congo. Desde Malasia a Siberia. Árboles que quizás serán la madera de muebles que terminarán en vertederos en pocos años. O árboles que ceden terrenos para pienso de nuestro ganado. Importar grano para nuestros cerdos desde regiones en las que cientos de miles de personas morirán de hambre los próximos meses, será, cuanto menos, un grave problema ético. Más aún cuando la tercera parte de la carne que producimos se sumará a la cifra de desperdicio alimentario.

Más allá de matices conceptuales, de diatribas y de nomenclaturas, es urgente que nos identifiquemos quienes dentro de partidos, universidades, medios de comunicación, empresas, instituciones, asociaciones y ciudadanía estamos con la disposición suficiente para impedir que se siga talando cualquier rama de este árbol sobre el cual vivimos y que cada vez tiene menos sombra.